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Despiertas, el reloj marca la 6:15 de la mañana y toca comenzar el día porque sí. Coges el teléfono para perder un poco el tiempo en redes sociales, tweets de media noche y en los famosos grupos de WhatsApp. Entras a la ducha mientras cantas la canción que va de moda, aquella que no te gusta ni un poco y tiene una letra sin sentido.
Sales a calle con los audífonos, cabeza abajo y paso firme. El transporte público te da uno que otro momento para una historia en Instagram #fuckmylife o ver memes en Facebook. Así transcurre el día entre fotos a la comida, likes tras like y una falsa realidad.
De quienes no creemos en esta ilusión de comunidad: mandemos las tendencias al carajo. Quiero salir a comer con amigos y que dejemos los teléfonos en casa. Subir la foto más horrible que tenga y si tiene tres likes, pues paila. Dejar la comida en paz para comermela, sin fotos y sin etiquetas. Contar momentos y lugares, en vez de seguidores y comentarios.
Intentamos ser idealistas, pero tampoco estamos locos. La tecnología nos formó y nos crío en toda esta cultura pop tendencial. Es el laboratorio Hawkings de Stranger Things, está ahí dañando un mundo y no decimos nada.
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Las relaciones se forman en Tinder, lo que callamos queda en Twitter, la vida que no vivimos en una grilla de Instagram, la personalidad espontánea de una persona perfecta en Facebook y resulta que todo es mentira. Despertamos cada día a mirar la no verdad de otros que miran la no verdad de uno, ¡pero que patético!
Envíale una carta al amor de tu vida sin emoticones, llama a tus amigos para una noche de cervezas en un destino sin señal, saluda a un extraño en la calle, despídete de los grupos de WhatsApp y sonriele a lo que te importa.
Porque si le da la gana usar la misma ropa todos los días, porque si no somos tan graciosos como lo mostramos, aunque sea se vea la autenticidad que no entra en ningún selfie ni cabe en una etiqueta. Piénselo un rato, no hace falta ser extremista pero si un consumidor consciente.
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