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Por: Julián Gómez Cadavid @JulianGomezC_
“Juli, ya me tatué. Siento que me quité un peso de encima.”
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¿Cómo es que un tatuaje quita pesos de encima? ¿Cómo un río de tinta que se incrusta dentro de la piel tranquiliza a quien, producto de un cambio de ánimo, viste algunas de sus emociones con un tatuaje? Me cuesta hacerme a la idea. No encuentro la imagen mental de un conjunto de trazos sobre mi piel que terminen echando mis pesos a un lado –tal vez soy muy escéptico, y fue precisamente ese escepticismo el que me impulsó para seguirle el paso a una amiga muy cercana durante su proceso de conseguir un tatuaje, con el fin de poder familiarizarme con las propiedades sanadoras que se le atribuyen.
Ahora, mientras escribo, puedo decir que el ropaje de tinta hace las veces de placebo. El tatuaje, cuando se convierte en vestidura, rellena espacios vacíos y cubre heridas. Saber que varias lágrimas recorrieron la cara de una desenamorada al son de las gotas de tinta que iban quedando para siempre entre su dermis, casi me obligó a familiarizarme con la tinta como coraza.
I
Tatuar no es dibujar simplemente. Trazar líneas invasivas dentro de pieles de gente es una responsabilidad muy grande. Tatuar es colocar un vestido sobre la piel, uno de tela de tinta que no desaparece, que termina siendo parte de la piel.
“El tatuador se convierte en un confidente muy grande para quien ha decidido marcar su piel”, me contó quien tatuó a Paula, mi amiga. El tatuador casi siempre hace las veces de caja fuerte de secretos y de casillero de emociones. Sentado sobre una silla negra, cómoda a la vista por lo menos, pude verle desde la vitrina de su tattoo-shop mientras dibuja. Llevaba sus trazos en silencio —si escuchaba música, esta parecía no afectarle—. Quién sabe qué clase de enamoramientos o desamores, emociones o tristezas estaría plasmando sobre los papelitos blancos que terminan migrando hacia pieles de entusiasmados clientes que muerden sus labios mientras los tatúan.
Quise estar viéndolo sin que reparara sobre mí. Por eso me paré sobre la acera, recostado contra un muro, y me hice el que sostenía una larga y calmada llamada telefónica. Durante casi cuarenta minutos el hombre no dejaba de repasar curvas –según pude notar a partir del movimiento del brazo derecho– por lo cual, después de hablar con un joven tatuador amigo, pude inferir que el dibujante silencioso estaba probando un sombreado. Luego, casi como para dejar su brazo descansar, dejó sus bocetos a un lado y se paró de su silla negra. Recorrió su taller cantando algo que no supe identificar. Movía la cabeza y llevaba el ritmo de la música que se tomó el ambiente del lugar, tal como lo hace un rock-star sobre el escenario.
Lo interrumpió una llamada telefónica y salió a la calle a hablar. Debo admitir que sentí que mi observación lejana había llegado a su fin, porque a decir verdad yo parecía un cliente dubitativo que iba a vestir su piel con tinta hasta que se arrepintió antes de entrar al taller de tatuajes; y el tatuador pudo oler mi hambre de preguntón, por lo cual empezó a acercarse a mí mientras mi situación de observador lejano se desvanecía. Terminé mi llamada imaginaria y me devolví por donde llegué al sitio. Aquel tatuador, el que sombreó una forma durante un rato, sigue siendo un extraño. No entré a su taller a preguntarle por sus responsabilidades como dibujante de pieles, simplemente lo vi mientras cumplía con guardar quién sabe cuántos secretos.
II
Días atrás, Paula, mi amiga que pidió no exposición de sus apellidos, selló un capítulo de su vida después de hacerse a un tatuaje sobre su espalda. “We will all be judged by the courage of our hearts”, una frase tomada de Sense8, una de las súper-series que forma parte de los múltiples hits de Netflix. Lo que la motivó para tatuarse fue la sensación casi moralista que permite la frase; que en otras palabras puede leerse como, “todo bien, al final los buenos con los buenos, y los malos con lo suyo; lo que vale es el coraje de nuestros corazones”.
Después de un desamor que incluyó varias borracheras, un paquete grande de madrazos, lágrimas sollozantes nunca secadas y gritos de ira nunca escuchados, el episodio ocho de aquella serie fue como una iluminación cósmica, y sirvió de espaldarazo final para que se hiciera el tatuaje. El ánimo de Paula contra el amor de su vida se transformó en una sensación constante de reto; y, para no entrar en detalles, ha quedado en stand by después de la coraza que Paula carga sobre su espalda hoy: ‘todos seremos juzgados por el coraje de que hay dentro de nuestros corazones’, ‘hasta luego’.
El reto de Paula y las rabietas causadas por su amor terminaron siendo un tatuaje. Una marca, una cicatriz de una sensación exteriorizada. Hoy tiene poderes curativos cuando Paula se mira al espejo; pero antes de materializarse, fue un miedo constante. A juzgar por lo que he escuchado mientras trabajé consiguiendo historias y testimonios en función de este texto, me atrevo a decir que el miedo de Paula es algo normal. Tal vez es fácil cortarse el pelo, por ejemplo; pero dejarse una marca para siempre, es algo más trascendental –como dicen algunos tatuados a partir de quienes pude aprender sobre los vestidos de tinta.
La angustia de Paula fue sistemática hasta que Rafael Bohórquez, un tatuador que lleva más de 18 años exteriorizando sensaciones, terminó de repasar la frase de Sense8 que arropa una parte de su espalda. Parte del trabajo de Rafael, durante cada una de las sesiones de tatuaje que conforman su carrera, es alejar del miedo y de la angustia a todos los que le confían sus intimidades –aquellas que le dan vida a la mayoría de diseños que él termina plasmando sobre las pieles. El tatuaje como vestido, a decir verdad, es un placebo muy poderoso; y el tatuador, como artífice material de aquél poder, debe tener el tesón suficiente para vestir de manera muy respetuosa las emociones que quedan cristalizadas entre la piel y la tinta.
A Rafael lo tatúa su maestro. Creo que por no hacer un ejercicio iconoclasta, no me contó mucho sobre el tatuador que le ha guiado durante su carrera; pude saber que tiene 36 años, y su maestro 41. Su mentor, a quien conoce desde hace 22 años, vistió su espalda y parte de sus dos brazos, con formas orientales. Creo que entre tatuadores debe existir un código de honor, o algo que pueda asemejarse; entre vestidores de la piel no sólo existe la confianza para compartir intimidades, sino que aparece, también, una especie de espejo cuando uno de los tatuadores llega al taller para recostarse sobre la camilla –sin tomar la máquina y dirigir las agujas.
Rafael me contó que entre él y su maestro existe un vínculo muy fuerte por dos razones que se repiten casi de manera universal entre tatuadores y tatuados: porque después de contarle una historia muy íntima para guiar el diseño de las formas de sus tatuajes, cosa que sucede para que los dibujos finales contengan el significado deseado, el nivel de confianza que se establece es muy alto.
El tatuador termina siendo una especie de elegido, al final es El elegido. Cuando alguien está presto a tatuarse empieza a cazar talentos y crea una lista de convocados, como en el caso de Paula. Nombres y referencias empiezan a desfilar y a pasear campantes –muy acompañados por sus tarifas– dentro de las cabezas de quienes desean hacerse un tatuaje. Marchan repetidamente hasta que, casi a razón de la creatividad del más indicado, se crea el vínculo y a ‘El elegido’ se le encomienda la misión de exteriorizar lo que despierta el tesoro íntimo que se convierte en tatuaje.
El proceso es difícil de explicar, muy a pesar de las preguntas que hice y de lo que aprendí a partir de los intercambios entre El Elegido y Paula. Tal vez los tatuados que estén leyendo este texto puedan dar cuenta de cómo se crea el vínculo. Cuando ya está establecida la conexión, y la confianza entre el tatuador y el pronto-a-estar-tatuado lleva a éste último a recostarse sobre la silla/camilla del taller, lo que queda –lo más obvio– es que empiecen a sonar las agujas de la máquina mientras perforan la piel e inyectan la tinta.
III
Paula decidió tatuarse un jueves. Cazó talentos, hizo un par de cotizaciones y finalmente eligió a Rafael durante la tarde del sábado siguiente. El lunes, ‘sin agüero’, llegó pasadas las once de la mañana a Skull Tattoo, el taller de Rafael, y se sentó sin chistar. Durante el fin de semana le había enviado el esquema a Rafael –especificó el tipo de letra y el tamaño– y había preparado todo.
Se sacó su camisa, desajustó su sostén y se recostó bocabajo sobre una de las camillas. Las agujas empezaron a afinarse mientras se mecían entre tarritos de tinta negra. La guía del tatuaje quedó tal como Paula quería. Las agujas empezaron a atravesar la piel y a rozar las terminales nerviosas de su espalda; y las lágrimas de satisfacción, emoción y dolor empezaron a migrar.
Blindarse duele, hacerse a una coraza depende de cuánto se desea (o se necesita) el placebo. Paula, como decía antes, se ve al espejo y sonríe. Nomás se siente tranquila al saber que su vestido está ahí; que su bandita sanadora hecha con tinta negra le anima, le hace sonreír. Ya tiene su primera prenda puesta: y como he escuchado repetidamente, una no es suficiente. Ya ha hablado con otros tatuadores, y espera encontrar a su nuevo Elegido. Tal vez el acorazamiento, el vestido de tinta y piel, nunca deja de construirse.
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