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Por: Rodrigo Sandoval @Elbayabuyiba
Me he arrepentido de dos cosas en la vida, ambas decisiones las tomé a los 16: cuando estaba pensando en las canciones de Silvio Rodríguez y leyendo Las venas abiertas de América Latina tuve dos momentos ridículos de rebeldía que me pesaron. El primero fue en contra del destruido imperialismo francés, el segundo fue en contra de mí mismo; ambos por querer decirle que no a mis papás, tan machito.
La primera vez que me equivoqué de manera garrafal mi papá llegó contándome que le parecía buena idea que pasara una temporada en Grenoble para aprender francés. No, yo jamás me iba a dar el lujo de ir a vivir en los Alpes franceses. Como un niño malcriado consideré que vivir en la mitad de los Alpes no sería jamás suficiente para mí, es que a diferencia de París, el balneario alpino tenía un párrafo en la Enciclopedia Encarta, se refería a haber sido sede de los Juegos Olímpicos de Invierno en los años 60. No tenía grandes avenidas ni soñados cafés, por allá yo no iba a ser feliz.
¿Ah? ¿Es posible tanta estupidez? Aparentemente sí. Como si no fuera con enorme esfuerzo que mis papás estaban dispuestos a pagar una temporada mía fuera de Colombia, como si viajar no fuera maravilloso. Ingenuo me rebelé y pagué las consecuencias de mis actos.
El siguiente error es mucho peor. Quise ser médico una buena parte de mi infancia y adolescencia, me imaginaba operando corazones abiertos, vestido con bata blanca y siguiendo la larga tradición familiar. Cambié de opinión después de ser voluntario por tres años en Operación Sonrisa, no me imaginaba esa vida de largas horas de estudio y dedicación para una profesión ingrata.
Entonces, ni corto ni perezoso decidí cambiar por el periodismo. Mis papás insistieron hasta el cansancio que estudiara derecho, ellos crecieron en un mundo de ciencias exactas, no entendían cómo yo iba a escoger una profesión sin tradición, preferían que me dedicara a las leyes. No, no pretendían que abandonara mi sueño de ser periodista, ni más faltaba, al contrario me enumeraban con frecuencia el número de correveidiles que se habían formado en grandes facultades de jurisprudencia y habían migrado a la comunicación. No, y no.
El derecho se me antojaba aburridor y demasiado formal para mí, necesitaba un mundo más libre y acogedor. El periodismo se me antojaba libre, cuan equivocado estaba. Repetí que no, que yo quería ser comunicador y que no habría fuerza en el mundo que me convenciera de lo contrario.
–No hay en universidades públicas–, me dijeron.
–Falso–, contradije, –en la de Antioquia sí hay–.
–En derecho tendrás más campos de acción–, me insistieron.
–En comunicación hay tantos, uno se puede dedicar desde la reportería hasta la publicidad–, repliqué.
A cada pregunta les daba una mejor respuesta, preparé un caso digno de los necios y entré a estudiar comunicación.
Pronto, me desencanté. Muy tarde para decir adiós, decidí complementar y asumí el reto de estudiar una carrera adicional. Esta vez fue Ciencia política. Vaya, vaya, tampoco di en el clavo. Nuevamente me equivoqué, tarde en la vida, cuando ya había terminado comunicación y estaba bien adelantado en ciencia política me enteré que a mí me gustaban las ciudades, que quería dedicar mi vida a ellas.
Ahora, vale la pena decir que traté de enmendar mis errores. En primer lugar, convencí a mis papás de la importancia de buscar nuevos horizontes y terminé viviendo en una comunidad ultra rural en Estados Unidos, si la vida tuviera cómo cobrarle a uno irónicamente, creo que Grenoble estaría toteada de la risa de haberla cambiado por Kentucky. No estudié lo que mis papás querían, no les iba a dar ese gusto, pero ahora me dedico a escribir, cosa que me fascina y me pagan por pensar cómo hacer que nuestras ciudades sean mejores lugares para vivir. Por andar de machito encontré el camino que me hizo feliz.
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