Según numerosos estudios realizados en los últimos años, Latinoamérica es la segunda región del mundo donde más alcohol se consume por persona. Para tristeza de muchos, Colombia no encabeza la lista, de hecho, se encuentra en el puesto doce en la región.
Puede que esto nos sirva a algunos como aliciente para tomar más y a otros les preocupe que el país no pueda destacarse ni en eso, pero no hay que olvidar lo que conlleva vivir en este pedacito del mundo con gente bajita, católica y toma trago: que dedicaremos, tradicional y sacramentalmente, nuestras mañanas de domingo al riguroso ritual del Guayabo.
Arrodillados con humildad en el piso y apoyando nuestra frente en el frío borde del inodoro invocaremos los poderes sempiternos de nuestro señor para lograr exorcizar ese demonio con nombre ruso o inglés que doce horas antes nos seducía mezclado con granadina para los más finos o con algún saborizante en polvo de nombre medio portuguesiño para los menos “quisquillosos”. Y es que, si por probar una manzana, Dios decidió castigar las mujeres con dolor y a los hombres con esfuerzo, seguro que aplicó el mismo principio como reprimenda por probar ese delicioso y amargo néctar que nutre la vida nocturna del mundo entero.
Pero ¿qué es el guayabo? Aparte de ser el nombre alguna tienda de barrio y un árbol tropical que se alza hasta cinco metros de altura en el patio de alguna tía abuela, es una pintoresca patología que se manifiesta en síntomas físicos y morales qué varían en intensidad, duración y (algo que a veces no percibimos quienes lo sufrimos) olor. Se le conoce también como resaca o perra. Parece que el directamente proporcional a la cantidad de trago, al dulce del trago, a la edad del paciente y la gravedad de las acciones del mismo.
¿Y de dónde salió? El primer guayabo vino con el primer borracho. Un tiranosaurio que salió a divertirse con sus amigos. En medio de la borrachera apostó con un triceratops a que no eran capaces de atravesar nadando el lago de brea y terminaron fosilizados y exhibidos con su sonrisa dinosaurio borracho en algún museo europeo. Más tarde un niño cavernícola se distraía mirando el fuego y dejaba reposar de más un jarro de maíz que su mamá había puesto en agua para poder ponerlo a pitar al otro día. El maíz en el agua comenzó a degradar sus azúcares y fermentarse, para que no lo regañaran el niño sirvió así el mazacote y su padre al tomarlo le encontró cierto gusto y tomó hasta emborracharse, comenzó a gruñir y reír y a dar tumbos y golpes a las paredes. A nadie le pareció extraño porque era el comportamiento normal de la época. Lo que si les pareció extraño fue que al otro día papá cavernícola amaneció con un intenso dolor de cabeza y náuseas y llamó a su jefe para pedir el día, al verlo tan mal le dieron la incapacidad y el tipo comenzó a tomar el brebaje cada vez que quería un día libre y la costumbre se hizo tan popular que el jefe tuvo que crear el fin de semana para que todos tomaran una noche y pudieran recuperarse al otro día. Tal costumbre se mantiene hasta nuestros días.
En realidad, hay tantos guayabos como tragos en el mundo y es difícil determinar su origen. El guayabo inicia cuando se suelta el último trago y todos lo sufrimos. Al igual que los delgados que presumen de comer de todo y no engordar, está aquel que dice jartar de todo y no sufrir guayabo, pero es mentira, el guayabo se sufre siempre, así sea moral. Cuando dejamos esa copa servida porque ya nos entró en reversa o esa pola hasta la mitad porque nos embuchamos, ese es inicio del guayabo. En ese instante es cuando la noche de juerga y parranda termina, así sean las 6 de la tarde (para los que comenzamos con la tarea temprano), y comenzamos a bailar con la fea, literalmente, se nos acaba el encanto y la dicha y surgen las ojeras y el cansancio y el “me quiero ir” se hace presente. Y te vas dando tumbos y gritos y sintiendo la soledad como una herida expuesta a la sal de un trago michelado (sí, también surgen las frases trascendentales y rebuscadas) porque el guayabo se vive en soledad porque nadie lo vive como uno así lo vivan con uno.
Cuando llega la mañana es tiempo de reconocer lo que pasó, rearmar recuerdos entre los amigos y preguntar de quién es la casa donde se amaneció y quién es la persona con quién se amaneció. Salir a buscar caldito con costilla y una cerveza, porque para una perra, pelos de la misma perra. Y recordar que al amigo en la bebida y al amigo en la resaca, nunca el cuerpo se les saca.
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